Acompañamiento y esperanza,
en las enfermedades crónicas y degenerativas
Acompañamiento y esperanza,
en las enfermedades crónicas y degenerativas
Sesión para la Fundación Contigo Siempre. (Córdoba 18.XI.2022)
Quiero empezar contando una experiencia personal. Los tres años que me dediqué a cuidar a D. Luis de Moya y su breve relación con Ramón Sampedro. Dentro de pocos días se cumplen 25 años de la muerte de Ramón Sampedro, provocada por el cianuro que le suministró su compañera sentimental Ramona Maneiro.
Probablemente Ramón Sampedro ha sido la persona que más daño ha hecho a las personas con discapacidad. Si no tienes un contexto adecuado, tu vida puede llegar a considerarse indigna. Ha sido el caso más claro y más determinante que hemos tenido en España de no saber distinguir entre dignidad humana y calidad de vida. La dignidad es un concepto intrínseco al hecho de ser persona, un concepto fundamental para la bioética y la defensa de los derechos de las personas. Pero un concepto que, ciertamente, , no siempre es bien percibido por los enfermos, especialmente en situaciones avanzadas. Ante situaciones clínicas similares, hay pacientes que sí perciben su dignidad y pacientes que no la perciben. Todos los estudios muestran que ello depende mucho del entorno: de los médicos, de las enfermeras que están con estos pacientes, de los familiares… de todos aquellos que pueden decirle con palabras y con la vida, lo que siempre dice Dios a cada ser humano: “es bueno que existas”.
Recuerdo que en un programa de radio Ramón le decía D. Luis de Moya –es un argumento tan recurrente como falaz- que el motivo de no estar de acuerdo con la defensa de la vida que defendía ese sacerdote era precisamente ese: ser sacerdote, mientras que Ramón no era creyente. No le parecía mal que Luis de Moya decidiera seguir viviendo, pero él, Ramón Sampedro, sí quería morir y era libre para hacerlo. Pero, como digo, se trata de un razonamiento falaz, falso. Por dos motivos. Uno, que ahora no es del caso, porque si se permitía el presunto derecho a morir de Ramón, lo que estaba decidiendo no era su propia muerte, sino toda una legislación de un país (tema interesante, ya digo, pero no es del caso, pues responde más bien a la teoría política). Pero sobre todo, es falaz porque pretende enmarcar la dignidad humana en un contexto de fe, tratándose precisamente no sólo de un concepto de razón y razonable, sino uno de esos conceptos primigenios que poseen todos los seres humanos por el hecho de serlo y desde sus orígenes. La dignidad es esa intuición que la inteligencia del corazón posee de saber que cada persona, sea cual sea su condición, es un fin en sí misma (¡el agnóstico Kant!), no en función de sus cualidades físicas, sino por el hecho de ser persona. Y por esa dignidad merece vivir y ser cuidada y amada.
Pensemos en algunos datos paleontológicos que nos hablan del origen en el tiempo de la benevolencia… (paso los dos primeros por falta de tiempo: Shanidar 1 y SH14). Shanidar 1, un neandertal encontrado en una cueva de Irak. Tenía el brazo derecho atrofiado. Estaba parcialmente ciego y sordo. Estaba tan deteriorado por la artritis y otras lesiones que apenas podía moverse. Aun así llegó a la provecta edad, para un neandertal, de 40 años, al parecer solo con la infatigable ayuda de otros individuos de su clan. Cuidaban de un hombre viejo e inútil. No sabemos por qué. Vivió y murió hace entre 35 000 y 45 000 años.
También se ha encontrado un cráneo infantil, catalogado como SH14, en la Sima de los Huesos, Atapuerca, España. Este cráneo pequeño y frágil muestra claras evidencias de una deformidad cerebral, un defecto tan grave que pudo haber ocasionado algún trastorno del aprendizaje. Pero no se abandonó, repudió ni asesinó al infante. En lugar de eso, lo criaron y educaron durante al menos cinco años, seguramente con gran sacrificio de los padres. SH14 tiene la extraordinaria antigüedad de 500 000 años.
Pero desde hace muy pocas semanas, Dmanisi, en Georgia, ostenta el récord mundial de antigüedad en cuanto a esta extraña característica humana: la benevolencia. David Lordkipanidze, paleoantropólogo y director del yacimiento de Dmanisi― afirmaba hace unas semanas: “Hemos encontrado un individuo de edad avanzada y con un solo diente. ¿Te imaginas lo difícil que habría sido sobrevivir en estas condiciones? Alguien tuvo que cuidarlo”. Se refiere a una mandíbula catalogada como D3900. Es gruesa, con el mentón ovalado y de una antigüedad inimaginable. Procede de alguna criatura nómada, quizá un Homo erectus. D3900 masticó su última comida con las encías; posiblemente otro individuo le introdujo el alimento entre los labios con sus dedos peludos hace 1,8 millones de años.
Desde el principio de su existencia sobre la Tierra, existe la conciencia de que todo ser humano debe ser cuidado. Esa conciencia de lo sagrado, que corresponde a toda persona sin distinción, y en todas las etapas de la vida, es lo que se denomina dignidad humana. Luego, muchos milenios después, con la llegada de Cristo, Dios hecho hombre, a la Tierra, esa intuición cordial cobró una trascendencia y un sentido definitivo, se elevó ante la realidad de que Dios se hiciera hombre y muriera por nosotros habiendo pasado por todas las fragilidades posibles y sin dejar de ser por ello hombre perfecto. Por eso –dice el Concilio Vaticano II-, “Cristo muestra al hombre al propio hombre… la persona humana es la única criatura a la que Dios ha querido por sí misma”. La Fe viene a confirmar y elevar lo que la razón siempre ha comprendido: que la dignidad viene dada por el simple hecho de ser persona. Y ser persona no es algo “conferido” por alguna institución humana, sino algo inherente al hecho de pertenecer a la especie humana, con valor universal.
En este punto, me parece que surgen al menos dos posibles grandes objeciones: una procedería de aquellos que sospechan de Dios. La otra –me parece la más peligrosa por sibilina- procedería de quienes aceptando que somos imagen de Dios, desean sinceramente cuidar toda persona humana sin distinción.
La de quienes sospechan de Dios tiene actualmente su relato en la casi omnipresente ideología ecologista y animalista que nos rodea, cada vez más alejada del verdadero amor a la naturaleza y respeto a los animales, como recientemente ha aclarado el papa Francisco en su encíclica Laudato Sì. La objeción sería: hablar de dignidad humana, ¿no sería antropocentrismo? ¿Y la dignidad de los animales? ¿O la dignidad de la Madre Tierra? La respuesta es clara: Al mundo que nos rodea, como a los animales que viven en él, se les debe respeto, pero no tienen dignidad. En cuanto uno pronuncia esta frase es acusado o mirado mal, sospechoso como digo de un antropocentrismo excluyente. Pero no es así. Quienes piensan que defender la dignidad humana supone no respetar a los animales o la naturaleza son los mismos que sospechaban que cuanto más grande es Dios más pequeño sería el ser humano, o creen que decir que sólo Dios es Dios sería un problema para el hombre. Pero la realidad es que cuando Dios no existe, todo está permitido (Dostoyevski), que cuanto más grande es Dios, más grande es el hombre (Benedicto XVI), y cuanto más grande es el hombre (dignidad), mayor es el respeto hacia los animales y la Creación. Este sería el primer motivo para comprender la importancia del concepto dignidad. Situarnos en quiénes somos para comprender la grandeza y misericordia de Dios, y cuidar de toda la Creación como merece. El último siglo y medio debería ser suficiente para comprender que, cuando el ser humano ha decidido cambiar ese concepto universal de dignidad por otros criterios decididos por él, ha empezado retirando a Dios, ha continuado eliminando a personas inocentes arbitrariamente, y ha culminado degradando la Creación a su antojo.
La segunda objeción es de otra índole y es la que más me preocupa. Tal vez también la más relevante para nosotros. La suelen esgrimir, más o menos explícitamente, aquellos que de verdad desean cuidar toda vida humana. Se refiere al sentido práctico del término. Consistiría en pensar que el término “dignidad” se ha demostrado que es insuficiente como concepto para defender la vida humana por tratarse de una noción ambigua y variable y, a la larga, vacía de contenido. ¡Con razón!, dicen que ha sido un concepto manipulado hasta el punto de que acabar la vida de un ser humano inocente haya podido ser calificado como muerte digna, o que haya quienes pueden decidir que esta vida es digna y otros decidir que no lo es, según estén a un lado o a otro de una alambrada. Para defender la vida el concepto “dignidad” ya no nos serviría. Necesitamos derechos concretos, muy bien definidos y determinados, pues lo que está en juego es algo tan grande como la vida….
¿Qué responder a ello?
Ciertamente, el camino de las cartas o listas de derechos ha sido el camino que ha adoptado el pensamiento liberal, ahora dominante. Y bien sabemos que el resultado, por desgracia, no ha sido bueno. No sólo no ha servido para defender toda vida inocente, sino que se han llegado a denominar como derechos humanos los mayores atentados a la vida que ha conocido cualquier civilización. Entonces, ¿Es que la estrategia de no hablar de dignidad sino sólo de derechos ha resultado errónea? No. No ha sido la estrategia la errada. Lo erróneo es emplear sólo estrategias legales para defender a la persona. La dignidad humana no es un derecho estratégico, es un bien radical, que nunca se defenderá adecuadamente con ninguna estrategia legal, aunque se empleara con muy buena voluntad. La dignidad humana es un concepto siempre actual muy útil para defender la vida, precisamente porque no puede meterse en el molde de una legislación concreta pues pertenece a esa ley de la conciencia que ya intuían los primeros pobladores de la Tierra y que Cristo vino a elevar e iluminar. Un bien que debe concretarse en cada acto de cuidado y conlleva actos supererogatorios, magnánimos… pues la vida humana, por ser sagrada, no es un derecho, sino un don. Y un don necesita generosidad y misericordia, no sólo empatía ni mera justicia.
Quienes aquí estáis aquí os dedicáis en vuestra mayoría a cuidar personas. También yo; en realidad es el fin de todo ser humano: cuidar y ser cuidado. Vosotros sois –debéis ser- ejemplo de algo tan esencial. Y os dais cuenta perfectamente de que hay veces que cumpliendo con vuestro trabajo, haciendo lo que toca, sin embargo no habréis tratado a una persona con dignidad. Aunque lo más frecuente será siempre lo contrario: que no encontréis los medios humanos o materiales que desearíais para poder hacer más por quienes cuidáis, y sin embargo seais capaces de hacerles ver que su vida es valiosa, que es bueno que existan, que son personas amadas… que son dignas. Recuerdo en Zaragoza un enfermo de Covid que le decía a la enfermera que le trataba que habrían debido aprender todo un protocolo… “Sí; pero en realidad lo único importante es que consigamos arrancar del enfermo una sonrisa”.
Esa sonrisa del enfermo, esa sonrisa de la esposa o del nieto que le acompaña, esa sonrisa de la enfermera… esas sonrisas son todas ellas reflejos de la sonrisa de Dios, de un Dios que comparte la fragilidad y la consuela. Sonrisas que te vuelven a situar en un mundo que como decía san Agustín es un mundo sonriente, no hostil. Un mundo que defiende adecuadamente el tesoro de la vida comprendida no como un derecho sino como un regalo que, a falta de otro nombre más adecuado, hemos llamado “dignidad”. Una palabra que no se pronuncia con los labios sino con ese corazón inteligente que todos poseemos, que fundamenta todos los códigos deontológicos y todo derecho humano… ¡y los supera! haciéndonos comprender que siempre somos mejores de lo que pensamos. La dignidad es la que nos obliga a sacar nuestros mejores recursos, nos ayuda y anima a cuidar de toda la Creación sin idolatrarla sino respetando su verdadera condición, y, para aquellos que hemos recibido el don de la Fe, nos ayuda a elevar cada día la mirada a Dios para agradecerle la suerte de haber podido compartir por unos años tanta capacidad de amar y dar vida. GRACIAS!
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